El descubrimiento de Neptuno


Neptuno fue descubierto en 1846, y su hallazgo constituyó un triunfo absolutamente excepcional de las técnicas del cálculo. Fue un descubrimiento que podríamos decir que sucedió al revés de lo normal. Se partió de las perturbaciones en el movimiento de Urano, que no estaba exactamente en el lugar que se le suponía cuando se observaba su posición, lo que podía indicar la existencia de un objeto no identificado responsable de tales perturbaciones. 


La historia completa de Neptuno enfrentó a las comunidades científicas inglesa y francesa, y el incendio se propagó más allá de sus fronteras, mostrando a sabios pretendidamente respetables tirándose de las barbas a serias revistas publicando artículos y declaraciones incendiarias. El descubrimiento se lo atribuyeron Urbain de Le Verrier, director del observatorio de París, y el joven astrónomo inglés John Couch Adams, un hombre que se labraría con el tiempo una fama ejemplar, descubrió no solo dónde estaba el planeta, sino también cuánta masa tenía, observaron a Nepturno por primera vez en 1846.

Al principio se supuso que la preeminencia era de Le Verrier, e incluso que la pretensión de Adams era algo sospechosa, pero la histografía ha probado luego que el inglés se adelantó en realidad por muy poco. Cabe destacar que sus trabajos tenían un nivel matemático impresionante que implicaban cálculos enormes, larguísimos y complicados. 

Lo divertido del asunto reside en la pretensión de Le Verrier, por boca de su representante François Arago, se pretendió bautizar al nuevo planeta no como Neptuno, sino con el nombre del supuesto descubridor francés, y así se proclamó desde la academia de ciencias gala. Hubo, no hace falta decirlo, una reacción de rechazo casi universal y, a pesar de la insistencia de la ciencia francesa, el nombre mitológico del dios griego Neptuno se impuso internacionalmente. Hoy identificamos al planeta Neptuno con un tridente estilizado, su símbolo astronómico.